Rosa Isabel Monroy Hernández

Maestra en Derecho por la Universidad Autónoma de Tlaxcala.

La propiedad social, constituida por ejidos y comunidades, representa más de la mitad del territorio nacional mexicano. Estas formas de tenencia, reconocidas desde la Revolución Mexicana, fueron diseñadas para garantizar el acceso equitativo a la tierra y promover la justicia social en el campo. Sin embargo, a lo largo de las décadas, el crecimiento urbano, la presión inmobiliaria y la falta de planeación territorial han propiciado la proliferación de construcciones —viviendas, comercios e incluso desarrollos industriales— dentro de zonas ejidales sin la debida regularización legal. La regularización de estas construcciones constituye hoy un tema de gran relevancia jurídica, social y económica, que exige una revisión integral del marco normativo y de las políticas públicas que lo acompañan.

El régimen ejidal fue establecido con la Constitución de 1917, particularmente en su artículo 27, que reconoce la propiedad de las tierras de los núcleos de población ejidal. Durante buena parte del siglo XX, las tierras ejidales, hasta la fecha y dependiendo del tipo de dotación y si se encuentra regularizadas, todavía siguen siendo en algunas fracciones inalienables, imprescriptibles e inembargables, lo que significaba que no se pueden vender, no se pueden prescribir y mucho menos embargar o hipotecar. El objetivo resultaba ser para proteger a los campesinos de la concentración de tierras y del despojo. No obstante, con las reformas constitucionales de 1992 y la expedición de la Ley Agraria, se permitió que los ejidatarios, previa certificación de sus derechos, pudieran ejercer un dominio más amplio sobre sus parcelas.

Este cambio abrió la puerta a procesos de privatización y, en consecuencia, al establecimiento de construcciones en terrenos ejidales sin la debida regularización. Muchas de estas construcciones surgieron como resultado del crecimiento urbano desordenado, donde los límites entre la propiedad social y la propiedad privada se diluyeron. En zonas periurbanas —como por ejemplo, en los estados de México, Jalisco, Puebla o Nuevo León—, los ejidos se convirtieron en espacios de expansión habitacional, sin que existiera una planeación agraria o urbana adecuada.

En principio, toda construcción levantada dentro de un ejido, debe entenderse que  pertenece al núcleo agrario, salvo que se haya otorgado el uso individual o parcelado mediante acta de asamblea o mediante el certificado de derechos parcelarios emitido por el Registro Agrario Nacional (RAN). Sin embargo, en la práctica, existen múltiples construcciones realizadas sin la autorización correspondiente de la asamblea ejidal o en tierras de uso común, lo que genera conflictos sobre la titularidad, la posesión y la validez de dichas edificaciones.

La Ley Agraria establece que el ejidatario puede destinar su parcela al uso que considere conveniente, siempre que no contravenga la función social de la tierra ni afecte el medio ambiente. No obstante, las edificaciones permanentes deben ajustarse a las disposiciones de ordenamiento territorial y desarrollo urbano, así como a los reglamentos municipales. Cuando una persona ajena al ejido construye en tierras de uso común sin autorización, se configura una ocupación irregular, que puede dar lugar a juicios agrarios de Restitución.

Uno de los principales problemas radica en la falta de claridad sobre la propiedad y el destino de las construcciones existentes. Muchos ejidatarios, por desconocimiento o necesidad económica, venden sus parcelas a terceros sin seguir el procedimiento establecido por la Ley Agraria. Esto genera un “limbo jurídico”: toda vez que el adquirente invierte en la construcción de viviendas o comercios, pero carece de certeza legal sobre el terreno. En consecuencia, los ayuntamientos no pueden otorgar licencias de construcción, ni servicios públicos, al no tratarse de propiedad privada regularizada.

Asimismo, las autoridades agrarias enfrentan dificultades para actualizar los registros y planos internos de los ejidos, lo que impide determinar con precisión qué construcciones cuentan con respaldo legal y cuáles no. Este desorden territorial afecta no solo a los ejidatarios, sino también a los gobiernos municipales, que ven limitada su capacidad de planificar infraestructura y servicios básicos como agua, luz y drenaje.

La regularización de las construcciones en zonas ejidales implica varios mecanismos legales e institucionales. En primer lugar, la Asamblea debe reconocer formalmente el uso o cesión de los terrenos donde se ubican las edificaciones. Dicho acuerdo debe constar en acta debidamente protocolizada ante el Registro Agrario Nacional. Posteriormente, los interesados pueden gestionar el dominio pleno de las parcelas, conforme al artículo 82 de la Ley Agraria, con lo cual los terrenos adquieren carácter de propiedad privada y pueden inscribirse en el Registro Público de la Propiedad.

Adicionalmente, la Procuraduría Agraria y el Instituto Nacional del Suelo Sustentable (INSUS), implementaron en la medida de lo posible programas de regularización social de la tenencia de la tierra. En este proceso, también intervienen los municipios, verificando la compatibilidad de uso de suelo y la factibilidad de dotación de servicios.

A pesar de los avances institucionales, la regularización enfrenta desafíos significativos. Entre ellos destacan la resistencia de algunos núcleos agrarios a la privatización, la carencia de recursos técnicos para el levantamiento de planos, y la lentitud de los trámites administrativos. Además, persisten vacíos normativos en la coordinación entre autoridades agrarias y urbanas, lo que obstaculiza la legalización integral de las construcciones.

Sin embargo, la regularización no debe concebirse únicamente como un trámite de propiedad, sino como una estrategia de ordenamiento territorial y justicia social. Regularizar las construcciones en zonas ejidales permite otorgar certeza jurídica a las familias, facilitar la planeación urbana, fomentar la inversión y prevenir conflictos agrarios. Es indispensable, no obstante, que estos procesos respeten la autonomía de los núcleos agrarios y conserven la función social de la tierra.

La regularización de las construcciones en zonas ejidales constituye una tarea compleja que requiere equilibrio entre la seguridad jurídica y la protección del carácter social de la propiedad. Su adecuada implementación demanda coordinación interinstitucional, participación comunitaria y una visión de desarrollo sustentable que reconozca tanto el derecho a la vivienda como el valor histórico de la tierra social como lo es el ejido y las comunidades.

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