Alberto del Castillo del Valle.

Profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Atendiendo a la equivocada reforma al Poder Judicial de la Federación merced a la cual se elegirá a los juzgadores mexicanos, se han planteado muchas dudas por la población en general, por los abogados en lo específico, entre quienes surge la inquietud de determinar si participarán en el proceso “democrático” y acudir a las casillas o no perder su tiempo en una farsa partidista, patrocinada con el auspicio del instituto nacional electoral (con minúsculas, como merece ser considerado en esta época por haber perdido autenticidad, profesionalismo y autonomía, habiendo minimizado el prestigio que antaño tuvo el Instituto Federal -Nacional- Electoral, con reconocimiento internacional).

La elección judicial se hace ver como un acto de democracia, cuando dicho sistema de integración de los órganos jurisdiccionales NO está apegado a los lineamientos de la auténtica selección del personal de los entes encargados de administrar justicia; en efecto, para decidir quién debe ocupar un cargo en la judicatura, no es conveniente que se decida por la participación de la ciudadanía en votación electoral (ni mucho menos en una tómbola, como ha sido parte de este absurdo y desaseado proceso de “elección judicial”).

La elección de un candidato presupone el conocimiento del mismo y de su propuesta, presentándose dos problemas en este rubro:

  1. Muchos de los candidatos son desconocidos para los electores, incluyendo a los abogados que no sabemos quiénes son las personas postuladas (ni cuáles son sus méritos para ocupar un cargo en la judicatura); y,
  2. Una verdadera campaña electoral permite que el candidato plantee sus ofertas al electorado, siendo que en la especie la oferta real es única para todos: juzgar dentro de los lineamientos del orden jurídico, para alcanzar un auténtico estado de Derecho en el que quien esté contendiendo en un proceso, reciba la sentencia que en términos de la ley le corresponde.

La selección (que no elección) de juzgadores, debe estar basada preferentemente en las capacidades profesionales, en la preparación del jurista y en la vocación de quien ocupará el cargo de mérito. En este proceso participan algunos que no saben lo que implica juzgar (porque nunca han ejercido un cargo dentro de la judicatura ni han leído resoluciones judiciales); quienes manifiestamente han demostrado estar alejado de la función de dicción del Derecho entre las partes contendientes (aduciendo en su “campaña” que será el representante de cierto sector de la población, cuando el juzgador solo representa a la Diosa Themis, es decir, a la Justicia); o, en quien solo busca una “chamba” (con lo cual, desde luego, desprestigia la función que pretende ocupar, al minimizar el alto cargo de juzgador y referirse a él despectivamente como “una chambita”).

Ser juez es un gran honor y quien lo ejerza debe representar con dignidad y profesionalismo el encargo público. Debe apartarse de pasiones sentimentales o emocionales, y resolver cada asunto con apego a Derecho, con independencia e imparcialidad. Al respecto, el gran jurista mexicano del siglo XIX, don León Guzmán, se refirió a la imparcialidad dentro de la función del juzgador, como la más importante característica de quien ocupe tan elevada encomienda, pues el que dirima una controversia, no debe ser tendencioso hacia una u otra de las partes en conflicto, sino que debe aplicar la ley como lo dice la efigie de la Diosa de la Justicia: sin ver a las partes en juicio, a fin de que la sentencia esté debidamente apegada al orden jurídico y las resoluciones emitidas se apeguen a la letra de la ley, dando seguridad jurídica a los contendientes en cada juicio. Contravienen estos ideales y características del juzgador las expresiones de aspirantes a cargos judiciales que señalan representar a las personas que gustan de determinado tipo de música o a quienes son de determinada preferencia sexual o son integrantes de un grupo étnico. Quien ha juzgado por vocación y con compromiso en el Derecho, sabe que esos aspectos son ajenos a la labor del juzgador.

El verdadero juez nunca se fija en la persona a quien ha de juzgar; pondrá su atención en la esencia de la contienda y se abocará a aplicar la ley al caso concreto, lo más apegado a ella y procurará “dar a cada quien lo suyo”, de acuerdo con lo que cada parte haya aportado como material probatorio para acreditar su interés y sus derechos y, desde luego, no estará al servicio de quien le dio la oportunidad de asumir ese cargo porque éste le quedará grande en detrimento de la sociedad que espera un Poder Judicial íntegro, autónomo, independiente y profesional en el ejercicio de tareas por parte de sus funcionarios.

Para desgracia nacional, la reforma constitucional al Poder Judicial estuvo plagada de mentiras y deshonestidad, siendo la primera gran mentira haber acusado a todos los juzgadores de “corruptos”, sin aportarse un solo medio de prueba para demostrarlo (recuérdese el principio jurídico -desconocido por el autor de esta farsa- que reza: “quien afirma, prueba”). Si en realidad todos los jueces son corruptos, ¿por qué no se iniciaron los procedimientos para que se les sancionara? Porque no se tienen pruebas de esa falacia basada en el odio en contra de profesionales del Derecho que no se dejaron intimidar, impresionar y dominar por un sujeto que ha demostrado enfermedad de poder, mas no capacidad para sacar adelante a un país. Si esa afirmación fuera cierta, ¿por qué se permitió intervenir a anteriores juzgadores en el proceso electoral en curso? Si todos son corruptos, ninguno debiera tener la oportunidad para participar, salvo que sea para hacer creer a la ciudadanía que no obstante sus candidaturas, no fueron apoyados por los electores por no tenerles confianza y así legitimar a quienes no deben integrar el Poder Judicial por su inexperiencia, su incapacidad para actuar en el cargo respectivo (lo que quedará de manifiesto en el momento mismo en que deban resolver en audiencia la admisión o la exclusión de medios de prueba o se enfrenten a un recurso de revocación en esa diligencia) y su sometimiento ante quien los propuso y a quien le deben el encargo (desde esta óptica, el juicio de amparo  preferentemente en materia administrativa, tiene un futuro nada halagüeño).

El desaseo del proceso en curso se manifestó con mayor fuerza ante la conducta inmoral de las Cámaras colegisladoras (como la corrupción hacia legisladores a quienes se les hizo cambiar de bandera electoral manifestada en la campaña para asumir el cargo público y que mancharon su nombre para siempre, ante el temor de responder por posibles actos delictivos que se les atribuyeron en medios de comunicación masiva); el desaseo quedó patentizado con la presentación tardía de las listas de candidatos y la inclusión, fuera de las formas respectivas, de tres candidatas que son ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por lo que al ser parte del Poder Judicial de la Federación, admitieron la calidad de “corruptas” que les endilgó su prócer.

Ante la “campaña” electoral referida, los mexicanos hemos podido ver un espectáculo denigrante, en que los candidatos han expuesto varias ideas absurdas y antagónicas con el cargo que pretenden desempeñar, como, por ejemplo, que acudirán a ciertos lugares para allegarles la administración de justicia a los electores de cierta etnia o que vestirán ciertos trajes regionales en sus actividades jurisdiccionales (como si ese “detalle” traiga certeza en el Derecho).

La farsa electoral se patentiza cuando el instituto nacional electoral cambia las reglas de un auténtico proceso electoral, a efecto de garantizar el triunfo de los sumisos al poder público mediante otro disparate y motivo de duda: él, y no los funcionarios de casilla, llevará adelante el cómputo de votos e informará sobre el resultado una semana después de la elección, con lo cual se quita la certeza a la voluntad popular, generando toda clase de dudas, entre ellas el posible relleno de boletas a favor de cierta candidata haciendo creer que hubo una participación ciudadana extraordinaria y masiva (cuando los electores están desanimados y sin interés en este proceso).

Atendiendo a las ideas anteriores, concluyo:

  1. Este proceso es una auténtica farsa y habrá muchas más fallas que conducirán a la incertidumbre en la administración de justicia;
  2. La ciudadanía NO está “encantada” con este descabellado proceso de elección judicial;
  3. No hay una certeza en la limpieza del mismo porque lo que mal empieza, mal termina, no siendo este “ejercicio ciudadano” la excepción;
  4. Al final del proceso la decepción será mayor y la desconfianza que genere el Poder Judicial se verá cuando la ruptura del estado de Derecho (lo que se pretendió por los autores de este engendro), se vea reflejada en resoluciones amorfas y sin sustento (como lo demuestra la conducta de quien jamás ha pisado un Juzgado, pero ahora ha sido convertida en juzgadora sin dar resultados en la solución de juicios).

Ante la pregunta de mis colegas y conocidos, hago saber que no participaré en este simulacro de proceso democratizador del Poder Judicial (que no requiere de esta forma de selección de titulares de Tribunales para garantizar la certeza del orden jurídico-normativo, sino una selección entre los mejores juristas por sus méritos profesionales y éticos).

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